¿La verdad ante todo?
¿Cualquier cosa antes que decir la verdad? Pongamos por caso un ejemplo de lo más común: si por un descuido me hubiera saltado un estop y hubiera estado a punto de tener un accidente y además, en un incontrolable estallido de ira y autodefensa, hubiera sido yo el que le hubiera increpado al otro coche, por muy impetuosa que fuese la necesidad de contarlo, no lo haría, ante todo por temor a ser juzgado moralmente y, ¿porqué no?, por temor a ser delatado. El correveidileismo puede alcanzar cotas de maldad insospechadas.
Hoy hay cámaras de vigilancia hasta debajo de las alcantarillas, y entre nosotros hemos pasado a relacionarnos, y esto se ha acusado tras la plandemia, en términos de pillaje y delación. No se trata entonces de subirse al tren de la mentira, de la inmoralidad; sino de preservar la integridad física y emocional.
He pasado de ser un hombre locuaz y de acción a contemplar el mundo en relativo silencio y con una sosegada aunque resignada pasividad. He llegado a la conclusión de que, a mi edad, me es más beneficioso, a todas luces, observar y esperar. Todo avanza demasiado deprisa y prefiero ver cómo otros se estrellan desde la barrera, y no porque disfrute con ello, sino porque única e inconvenientemente hay dos posiciones en este espectáculo: la de actor y la de espectador. Ninguno se salva: al actor lo matan las balas y al espectador se lo comen las arañas; no obstante, y dentro de sus posibilidades, cada uno debe elegir su lugar según le convenga, bien sobre el escenario, bien en la platea, y siempre teniendo en consideración que, yendo a gran velocidad, un frenado a tiempo puede ser la mejor solución, y que en tiempos de ruido infernal y acelerada y desaforada injusticia, donde el lenguaje se ha convertido en delirio, en trampantojo, a tal punto que al acontecimiento más atroz imaginable, que es la guerra, se le ha cambiado el nombre por el de conflicto armado, y a la esclavitud se la llama precariedad y a la imposibilidad de desarrollar un proyecto vital se lo denomina crisis de habitabilidad, el mayor y más efectivo gesto de rebeldía es la quietud acompañada de silencio: una resistencia espiritual, pasiva, cotidiana, meditada, de largo recorrido, frente a una resistencia activa y necesariamente suicida.
Jesús de la Palma
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