Yo no soy malo (ficción narrativa)

El monólogo interior no me aflige. Convivo con él con la más absoluta naturalidad, a la manera de esos médiums que cohabitan con los fantasmas, como en una suerte de comuna platónica. A menudo me pregunto cuándo empezó todo, y en cada ocasión obtengo una respuesta distinta, lo que no es impedimento para que siempre termine encontrando el camino de vuelta a lo que considero que más se acerca a la verdad. Todo pudo empezar cuando, siendo muy chico, y ante una de las regañinas de turno, le repliqué a mi padre que yo tenía mis derechos. 

Como ni determinista ni existencialista, no considero que no pudiera haber cambiado de alguna manera mi destino; no obstante, no me cabe duda de que tanto el carácter como las circunstancias influyeron de manera decisiva en quien me terminé convirtiendo.

Me gustaría poder contar una historia en la que no hubiera pasado nada; pasearme por los aledaños de los acontecimientos y detenerme en cada detalle; describir cada esquina y cada pilar, cada pared, cada baldosa del edificio con todo el interés y minuciosidad posibles; porque de otra manera, dando pábulo a los sucesos que de la forma más abrupta han perfilado el género de mis emociones, no puedo sino verme reflejado en aquella certera sentencia que Unamuno pone en labios de Augusto: «No hacemos más que mentir y darnos importancia». Pero soy humano, demasiado humano, y además, he podido comprobar a lo largo de los años que quienes más mienten son los que más juran sobre la verdad, y yo, aunque no abstemio, trato de no emborracharme con ese elixir que nos ayuda a soportar el peso de la vida, y que lo mismo en grandes cantidades puede conducirnos por laberintos indescifrables.

Quizá, quién sabe, termine mi historia describiendo el aspecto de uno de los dormitorios, el nuestro, por ejemplo, un domingo por la mañana, después de despertarnos, cuando ya el Sol araña la persiana; o puede que la disposición de los muebles en la habitación superior; el tiempo que dejo la leche en el microondas, o dibujando una de las conversaciones que tenemos ella y yo cuando almorzamos o cenamos a solas. Pero antes me siento con la necesidad de abordar el plano más trascendental de una vida que a estas alturas considero larga y vivida.

Nací un veintitrés de septiembre de 1969, al calor del sol andaluz y al son de su acento recortado y de su música, que es vida porque canta las penas. ¿Qué otra música está más viva que el quejío flamenco de mi tierra, siempre poética y a menudo maltratada, Andalucía? Aunque nunca he sido especialmente flamenco, por Camarón he sentido verdadera admiración y predilección, por encima de cualquier otro artista del género. También me han gustado las cosas modernas americanas. Ya se sabe… Berlanga retrata espléndidamente el fulgor de lo americano en su Bienvenido, Mr. Marshall. Es por esto que allá por los años ochenta me cautivaron Guns N’ Roses y Metallica; Ozzy Osbourne y Motley Crue; Venom y Black Sabbath; Iron Maiden y Motorhead, entre otros. Todo aquello lo llegué a compaginar con Mecano y Hombres G, pues siempre he sido muy ecléctico en cuanto a gustos musicales y de todo tipo. Más tarde vino el rap; rap de los noventa y algún que otro grupo de principios de los dos mil, como The Diplomats. La primera vez que escuché a Mobb Deep, mi grupo de rap fetiche, fue una epifanía. Corría el año 1997, y una amiga que viajó a Estados Unidos me trajo una cinta de casete. El álbum era Hell on Earth. La voz y el énfasis de Prodigy, uno de los componentes, me cautivó hasta hacerme rozar el éxtasis. Por aquel entonces no había posibilidad de ponerle cara a ninguno de los integrantes del grupo, y cuando se deja volar la imaginación, la emoción puede alcanzar cotas de misticismo. Aún no sabía inglés, pero estaba enfadado con el mundo, y aquella música era un grito de guerra. Hubo espacio asimismo para Billy Joel, Rick James y Daryl & Oates. Hay jazzistas clásicos y modernos sin los que no podría vivir, y también soy aficionado a la música clásica. De esta última, y dada mi tendencia a la melancolía, señalaré una de las composiciones más tristes del mundo: la Sinfonía número 3 de Górecki. Hablo de música porque es de las pocas cosas que me interesan en este mundo: la música, el amor, la Historia, la Filosofía…

¿De qué voy a hablar, si no es de música y ciencias humanas? Dios me guarde de adentrarme en cuestiones políticas o de índole semejante, como pudiera ser la actualidad; tomando partido por unos u otros. Cuanto más leo, más dudo, y cada vez son más los años que acumulo en la mochila, por lo que ya no estoy en disposición de pensar en arreglar nada ahí fuera, cuando ni siquiera soy capaz de arreglar mi vida. Esto último, al menos, lo intento. Fuerza de voluntad tengo, me lo dice mi psiquiatra; uno de ellos. Son varios los que visito, ya que vivo entre tres ciudades. Soy, en cualquier caso, si tuviera que definirme, un ilustre ignorante; ilustre en cuanto a mérito, un mérito ganado a pulso, bien llorado y sudado, pues lucho enconadamente por salir de la caverna, aunque, a la vista está, sin demasiado éxito. Y es que el mérito nada tiene que ver con el éxito, no al menos con la definición del éxito propia del sistema capitalista, que para encender una luz, apaga mil vidas.

Yo no soy malo, pero me ha costado años de arduas jornadas de estudio darme cuenta de algo que debería poder apreciarse a simple vista. Mala es la violencia que se ejerce desde las instituciones, porque violencia es el salario mínimo interprofesional. Violencia es el precio de la vivienda, independientemente de si de compra o de alquiler. Violencia es el coste de la cesta de la compra. Violencia es el ejercicio de la política, no importa si del ala progresista o conservadora, cuya función principal es lamer las botas de las élites económicas. Violencia es el periodismo sectario, plegado asimismo al capricho del mejor postor. Violencia es arrinconar a las ciencias humanas en el sistema educativo. Violencia es mantener a la población sedada, con discusiones de sobremesa y entretenimiento vacío. Violencia es avivar la llama de la ira entre la población, como se azuza a un perro para que ladre. Violencia es que ideológicamente nos hagan tomar la parte por el todo. La violencia, en fin,  que más debería preocuparnos es lo que hoy pasa por ser “lo normal”.

Yo no soy malo. Y que esto no quede como excusa. Me amparo en este recurso argumentativo porque con los años lo he demostrado. Me lo he demostrado a mí mismo, demostrándoselo a su vez a los demás; sacrificándome en la medida de mis posibilidades por ellos. ¿Qué es un hombre sin entrega? Yo mismo se lo diré: nada. El que es malo es el mundo; las élites económicas que lo gobiernan, porque de ellas depende lo que nos suceda al resto. Esto me ha costado mucho esfuerzo aprenderlo; más si cabe, con toda esta corriente aislacionista, fruto de las políticas neoliberales que atomizan la sociedad, arrinconando al ciudadano hasta convertirlo en individuo por encima de cualquier otra categoría social; hasta que, finalmente, cada uno de nosotros terminamos presos detrás de una pantalla, abducidos por un narcisismo demencial. Y no, no se vayan a pensar que soy un paranoico, que estoy en contra de la tecnología. Ni mucho menos. Bendita tecnología; la cuestión está, entre otros aspectos, en el control absoluto que sobre esta ejercen los grandes monopolios, primando el entretenimiento vacío y la propaganda por encima del conocimiento. 

Me he convencido de que yo no soy malo tras mucho sacrificio, todo el que me ha costado luchar contra la avalancha propagandística que fomenta la autosuficiencia y la autoayuda y el emprendedurismo, y con la que nos taladran el cerebro a los pobres ciudadanos día tras día; desde políticos, tertulianos televisivos, influenciadores de conducta y entrenadores emocionales; qué decir de las grandes multinacionales, que derrochan ingentes cantidades de dinero para hacer del mundo una valla publicitaria.

Vivo bien y no me quejo. Mis padres me dejaron ocho pisos en herencia, todos muy bien situados; por lo que los alquileres me dan de sobra para vivir sin estrecheces. No obstante, pasé la mitad de mi juventud entre diferentes cárceles: Almería, Jaén, Sevilla, Granada, Cáceres y Madrid. Todo por atracos. Antes, hasta el año 95, con la reforma del Código Penal, te podían enchironar a partir de los dieciséis años; con la salvedad de que si eras menor de edad, esto es, de los dieciséis a los dieciocho, las penas eran más laxas. Mi bautismo delictivo, ingreso en prisión mediante, porque si no entras en la cárcel no cuentas como delincuente consagrado, sucedió al mes y pocos días de haber cumplido los dieciséis. La sensación que recuerdo es muy similar a la que refleja la película Bad boys, con un joven, pero estelar Sean Penn en el papel de Mick O’Brien. Tengo la vista clara de la marquesina por la que pocos minutos antes de la hora de salir al patio, sobre las cuatro, me conducía el funcionario de turno hasta el chabolo. El muro de ladrillo visto, con las ventanas enrejadas al frente, y el silencio de media tarde, traslucían un escenario aterrador. En Bad boys los demás presos gritan y se dirigen a Mick. No fue mi caso. Aún guardo en el recuerdo ese silencio intimidante, casi violento, misterioso. Aquella vez no tuve que pelearme por las zapatillas, porque entré con un compañero de causa, y este ya se había granjeado un nombre allí dentro en ocasiones anteriores. No sucedió así la vez siguiente. Yo era un crío, y provenía de una familia más o menos acomodada; no conocía a nadie, y, como Mick, me tuve que abrir paso a puñetazo limpio. En alguna ocasión me vi obligado a hacerme de un pincho, por lo que pudiera pasar.

A mí me dio por atracar bancos y empresas, y por robar de noche en oficinas de seguros. Robaba por diversión y para pagarme el vicio. Era drogadicto. La adrenalina de tirar abajo una puerta o salvar una cerradura o poner a todo el mundo con la cara pegada al suelo a la voz de ya no es comparable a ninguna otra cosa; únicamente a ponerse un pico de revuelto: cocaína y heroína. Cuando empuñas un arma y entras en un banco gritas «¡al suelo!», y no «¡esto es un atraco!», ni esas patéticas salidas de tono que se refieren en las películas. Todo es mucho más frenético y prosaico: «¡Al suelo!», y son pocos o ninguno los que quedan en pie cuando te escuchan y te ven encapuchado, pistola en mano. La mente humana no reacciona a nada más ágilmente que al peligro. Alguno se queda tieso, de pie, paralizado, pero basta con acercarse y gritárselo una vez más: «¡Al suelo!», para que reaccione de inmediato. Afortunadamente nunca me he cruzado con un protagonista ni me he visto forzado a recurrir a la violencia física. Cuando uno se ha dedicado a atracar bancos, como es mi caso, ve el mundo desde la cumbre. ¿Qué puede haber por encima? Le estás robando a los mayores y más despreciables ladrones: éticamente es un gesto irreprochable. Me sentía un héroe y aún hoy tengo la satisfactoria sensación de haber cumplido mi deuda con la sociedad.

En las cárceles hay degenerados y psicópatas. Gente verdaderamente mala. Se me viene a la mente el mataviejas, que entró en la casa de una pobre señora, y no contento con violarla, le prendió fuego con ella dentro. ¡Aún viva! Todavía recuerdo, aunque difuso, su aspecto. Moreno, alto, con gafa de pasta gruesa y un aire de intelectual desatento y desgarbado. Desde luego, no encajaba con el perfil de delincuente común que abundaba en los patios de la mayoría de módulos. El ninja de Cumbres Verdes tampoco encajaba en el perfil de traficante, atracador o drogadicto. Lo condenaron a veinte años de prisión, y cinco de destierro, por intentar asesinar a una pareja, armado con una ballesta y una catana: la trágica noche del 20 de octubre de 1992, Telecinco emitía la película Los asesinos de Sakura, y a Aquilino no se le ocurrió nada mejor que disfrazarse de ninja y salir armado y desencadenar el desastre. Según él mismo declaró a las autoridades, quería «matar a todo Dios». Me asalta a la memoria la fuga del Marce, en el 85. Encañonó al Jefe de Servicio y le hizo tragarse el puro que siempre llevaba encendido. A raíz de eso prohibieron la entrada de comida por parte de los familiares, porque entre los platos de puchero y las morcillas y salchichones y barras de pan, le pasaron a aquel una pistola despiezada.

Aparte de los ocho pisos, todos en el centro, me dejaron una casa a las afueras, donde vivo. Mi madre, que veía el camino que había tomado, me preguntaba con una pena muy honda que para qué robaba, si ellos me lo daban todo, y me advertía, esto ya con un tono más severo y circunspecto, que de seguir así me iba a arruinar la vida, teniéndola resuelta, como la tenía, con los alquileres. Mi madre era ama de casa y mi padre tenía muy buen ojo para el negocio inmobiliario; algo que yo no he heredado, porque con lo que me dieron me quedé. He sabido, no obstante, elegir bien a las mujeres que han pasado por mi vida. No es que haya estado con muchas. No ha habido tiempo para ello, por eso, cuando digo que he sabido elegir, me refiero a que he aspirado a mujeres fieles; sencillas, de buen corazón. Un hombre como yo necesita una enfermera; no una cuidadora, que es otra cosa; más bien un amor de entrega, abnegado para con quien no tiene más rumbo en la vida que el contrapunto, la rebeldía y los consecuentes episodios de taciturnidad. Cuidadora es la que atiende al enfermo; enfermera es la que cura las heridas del que batalla.

Va a hacer un año de la muerte de papá. Hace poco cumplió doce la de la abuela y veintidós la de la otra abuela; a un abuelo no lo conocí, era de 1896 ó 1898, no lo recuerdo bien; tendría que preguntárselo a papá, y ya no está; de la del otro abuelo han hecho treinta años. ¡Treinta! De la de mamá, veinticuatro. Albert Caraco se quitó de enmedio tras la muerte del padre; instantes después. Yo también llegué a pensar que tampoco superaría la muerte de mi padre, mi último baluarte. Y aquí sigo. Hay diferentes formas de encarar la melancolía propia de las pérdidas. Personalmente me identifico más, aunque no del todo, pues nunca he atentado contra mi vida de manera frontal, con la visión del mundo que albergaba Henri Roorda, a quien le gustaba disfrutar de las cosas sencillas de la vida, como de un solomillo de corzo, acompañado por un Borgoña viejo; pero que, no obstante, y tras habernos dejado un extraordinario testimonio manuscrito, que en un principio se iba a titular El pesimismo alegre, decidió acabar con su vida descerrajándose un tiro en el corazón. Ese mismo pesimismo, al que yo llamaría sereno, es el que me ha ayudado a soportar de una manera más sosegada las pérdidas que le son propias a cualquier ser humano. 

  Afortunadamente, y gracias a mi familia, nunca he tenido que trabajar para vivir, lo que viene siendo estar asalariado. La esclavitud moderna, por la que la gente lucha, en lugar de combatirla, es una superestructura maquiavélica invulnerable. Si yo hubiera tenido que someterme a un jefe tiránico y a un empleo precario, me habría rebelado desde el primer momento; no habría llegado al segundo día de empleo. Pero el sistema castiga la desobediencia de manera inclemente, por lo que no cualquiera está dispuesto a asumir el precio, que puede cobrarse en forma de encarcelamiento, pobreza o suicidio. De modo que cuando solo quedan esas tres alternativas, la gente acepta todo tipo de abusos. En las diferentes cárceles y comisarías por las que he pasado siempre he desafiado a la autoridad; lo que me ha llevado a tener que soportar no pocas palizas; porras, patadas y puñetazos mediante, cortesía de los funcionarios del Estado. Muchos pensarán que bien merecidas, pero yo pienso que al Estado hay que combatirlo, si no queremos crear un Leviatán que nos engulla con impiedad. Buena prueba de ello es que, aun habiendo en las cárceles asesinos y violadores y grandes desfalcadores, la mayoría de la población penitenciaria está constituida por gente que primeramente ha sido condenada a la pobreza y la ignorancia. 

Siendo aún menor de edad, me dieron la oportunidad de salir de la cárcel a un centro de desintoxicación, y cumplir allí el resto de la condena. Al poco estaba pidiendo que me devolvieran a mi sitio. Allí al menos tenía la libertad de rebelarme contra el sistema y drogarme y desahogar la ira. No soportaba verme como un animal castrado. Para liberar tensión me cortaba las venas, lo que en el argot carcelario, taleguero, se conoce como chinarse. En una ocasión se me fue la mano y tuvieron que coserme hasta el músculo. En aquel centro de desintoxicación leí mi primer libro: Sicario. Después pasaron años hasta que leí algo relacionado con el nazismo; ésta fue mi primera toma de contacto con las humanidades. Hoy por hoy he vuelto a ser quien siempre había querido ser: una persona pacífica, amante de los seres vivos y de la naturaleza en general. Aquella violencia que parecía innata estaba influenciada por las circunstancias. La ignorancia me hizo mucho daño; pensar que lo entendía todo, cuando no entendía nada. Y es que el sistema educativo enseña principalmente a obedecer y a competir, y a mí nada de eso me interesaba, por lo que terminé la EGB con Dios y ayuda. Pasado el tiempo aprobé la prueba de acceso a la universidad y estudié Sociología; quería probarme a mí mismo una vez más que podía con el sistema; en esta ocasión, desde dentro. 

De no haber heredado los ocho pisos y la casa, sería un paria o estaría muerto. Con haber heredado uno solo estaría en las mismas. Pero ocho más una, nueve en total, es un número que da para vivir bien y hasta para hacer amigos; asimismo para que extraños y conocidos te traten de usted, porque la vida con un patrimonio medianamente decente se ve con una alegría y un desparpajo que no tienen los que están condenados a la constante búsqueda de empleo en el inmenso e inclemente océano de la precariedad, donde unos pocos tiburones engullen a mandíbula batiente bancos enteros de pececillos indefensos, dispuestos a ser devorados por una falsa promesa de futuro.

¿Qué es la sociedad, sino una compleja obra de ingeniería que requiere constantes revisiones si se la quiere tener siempre a punto? Aunque, de otra parte, una mirada demasiado crítica puede conducir a un delirio monstruoso. La psiquiatría moderna se atreve a hablar de la locura como de un refugio para una realidad en ocasiones insoportable. En palabras del psicopatólogo y humanista español José María Álvarez: «Al loco le gusta estar loco». Es por esto que el delirio es una mezcla de placer y poder que puede conducir al psicótico a perseguir la crisis desesperadamente. En España tenemos la suerte de contar con un nutrido grupo de de psiquiatras que, a su vez, son intelectuales y humanistas; se hacen llamar Los alienistas del Pisuerga, los cuales sostienen la tesis de que todo sistema delirante es el resultado de la búsqueda del reequilibrio.

Yo voy al psiquiatra por comodidad; digamos que es un capricho que me doy de cuando en cuando. La enfermedad mental es cosa seria, y no pretendo frivolizar con ello, solo que no creo que esté loco, y dada mi condición de hombre que, aun con amigos, tiende a la soledad, los psiquiatras, gente formada e instruida en uno de los campos científicos que más me interesan, me sirven de válidos interlocutores con los que explorar el inextricable estado de mi alma. Soy feliz a mi manera: sumido en un profundo pozo de aguas melancólicas, desde el que miro con cierto aire de despecho todo lo que recubre la luz del día. Estar a oscuras es mi forma de ser feliz, y es por eso por lo que autores como Cioran son una constante en mis ratos de lectura. La locura es una cuestión por la que siempre me he interesado; alejado, en cualquier caso, de su faceta diagnóstica, plegada a la voluntad de la industria farmacéutica, que dicta a su antojo comercial las vicisitudes y el modelo de los síntomas, y que ejerce una violencia propia, de carácter simbólico, contra el paciente. Quizá, o seguro, influyó en este interés mío por la locura que con siete años me llevaran a ver a mi madre a la Sala de Agudos del hospital. Allí estuvo pocos días, porque en la primera visita ya le suplicó a mi padre que se la llevara con él por todos los medios. «¡Miguel, sácame de aquí, por favor!». Doy fe de que mi madre no estaba loca. Jamás una incoherencia; mucho menos un delirio. Tenía un trastorno alimenticio severo, que la aisló del mundo, y que, trágicamente, más tarde la condujo a tomar una fatal decisión. Todos los que la queríamos quedamos desolados. Desde aquella visita al hospital, que se me marcó como un hierro candente en el recuerdo, quise saber qué pasaba dentro de los manicomios. Mi experiencia psiquiátrica dio comienzo mientras estaba en prisión; con el tiempo recurrí al encierro dentro del encierro para escapar del ambiente irrespirable de violencia y hastío de los patios comunes; me hice pasar por un alucinado y me trasladaron al ala de enfermería. Allí no solo iba a estar más tranquilo, sino que tendría los ansiolíticos a mi alcance, porque lo que quería, principalmente, estando preso, era no ser consciente de la realidad; del flemático correr de los días, las horas, los minutos y los segundos, que más me parecían una eternidad.

Hoy el tiempo, estando fuera, en libertad, y ya en edad madura, sosegada, no se me antoja tan plomizo; sino que parece volar. El tiempo vuela para el afortunado, y yo, después de todo, me considero un hombre con suerte. 

Siempre dudo de lo que los psiquiatras puedan llegar a pensar de mí, porque, en definitiva, yo para ellos estoy aquejado de una patología más o menos grave. No obstante los psiquiatras y los locos tienen mucho en común, son dos caras de una misma moneda, y junto con los filósofos y los historiadores, son las personas con las que mejor me llevo. Ninguno de ellos está tan profundamente aquejado, como sí le sucede al resto, de los males del presente, pues todos tienen una visión ecuménica del mundo; los locos, los que más de todos ellos. El loco considerado más ilustre por los estudiosos de la psiquiatría moderna es el doctor Daniel Paul Schreber, gracias a quien he podido disfrutar la lectura de sus Memorias de un enfermo de nervios, y el más infame, Ernst August Wagner, quien no contento con asesinar a su esposa y a sus cuatro hijos, en su huida provocó varios incendios y disparó contra al menos otras veinte personas, de las cuales asesinó a nueve. Estos dos, junto a Aimée, son los grandes casos de la psiquiatría.

Mi mujer es profesora de Historia en un instituto. Está especializada en la Antigüedad: Plutarco, Tito Livio, Tucícides, Heródoto, Jenofonte… La conocí en la cárcel, como voluntaria. Es también licenciada en psicología, y estuvo viniendo los sábados durante un tiempo a prestar ayuda en un programa enfocado a la reinserción social. Yo me inscribí por hablar con alguien con algo de materia gris, como he tratado de hacer siempre, y en uno de esos encuentros, surgió la chispa del amor. ¿Quién me lo iba a decir? En aquel antro de inmundicia, donde me sentía como la más miserable de las alimañas, ella se compadeció de mí y supo ver al ser humano, al hombre. Durante su labor como terapeuta en la cárcel nuestros encuentros fueron puramente formales. Nunca sospeché que pudiera haber sentido el menor interés hacia mí. Siempre se mostró amable, cercana; pero sin relajar lo más mínimo la compostura, ciñéndose exclusivamente cada una de nuestras conversaciones a la práctica profesional que allí la había conducido. Nuestra relación comenzó cuando recibí, a los meses de ella haber terminado su tarea, una carta suya, no estando ya comprometida en absoluto laboralmente con el ámbito penitenciario. No había dejado de pensar en mí en todo este tiempo. Hay que haber estado en mi lugar, transitado por mi mismo infierno, para saber cómo me sentí en aquel momento. No se puede hablar únicamente de contento; aquello fue la confirmación de que no estaba equivocado respecto al mundo, como tantas veces, a través de la tortura y la humillación, me habían tratado de hacer ver. Definitivamente no: yo no era malo.

«Sé que ha pasado mucho tiempo, y lo siento, de veras; pero tienes que comprender que dar este paso no ha sido fácil para mí. Me guste o no, me he labrado una posición, un lugar de referencia en la sociedad, en una sociedad en la que, aun con mis reservas, creía. No conocía esa parte clandestina que tú, tan paciente y elocuentemente, me has mostrado. Esto es nuevo para mí, y en cierto modo, me aterra. Si supieras cuántas veces estuve tentada de escribirte antes de ahora, y cuántas veces comencé y terminé rompiendo la hoja. Me veía a mí misma depositando la carta en el buzón, temblándome no solo la mano, sino el cuerpo entero, que se estremecía con una mezcla de congoja y estupor, al tiempo que me decía: “¿¡Qué has hecho!? Ilusa, inconsciente”. Hasta que por fin encontré el aplomo necesario». De este modo comenzaba su misiva; una carta que iluminó de nuevo mi vida y cambió la de ambos para el resto de nuestros días. 

Tras años de convivencia y tres hijos en común, su apuesta dio los resultados esperados, y a mí nada me hace más feliz que no haberla defraudado. Cuando nadie lo hacía, ella decidió confiar en mí. La vida ahora transcurre sin sobresaltos y con la serenidad que le aportan a la relación dos que se quieren y que confían el uno en el otro. 

Mi hijo mayor estudia teología; la niña, que le sigue, magisterio; el pequeño tiene buena cabeza para las matemáticas, y sobre todo las necesita, porque es muy disciplinado y no tolera la desorganización, de modo que en un mundo donde imperan el caos y el desorden, él ha encontrado su refugio en las ciencias exactas. A ellos no les importa lo más mínimo mi pasado; lo conocen, pero nunca les ha condicionado, y así pretendo que siga siendo. Ven en mí a un padre atento, comprensivo; severo cuando lo requieren las circunstancias, porque nunca he pretendido ser su amigo. Confían en mí y me perdonan, y es por ellos, principalmente, así como también por su madre, por lo que yo he aprendido a perdonarme, porque ningún hombre quiere vivir sin sentirse amado y respetado. 

Nuestra casa tiene todos los dormitorios, que son cinco, en la planta baja; el nuestro es el más grande, y tiene un vestidor en lugar de armario; los tres de los niños son individuales, con espacio para un armario cada uno y una mesa de estudio; el quinto lo usa su madre como despacho-biblioteca, que es donde estudia y trabaja; arriba hay un amplio salón con chimenea, un aseo y una terraza donde hay espacio para un par de sillas y una mesa. Esa zona es la que he destinado para mi biblioteca y mi zona de estudio, con un escritorio y un tocadiscos que reproduce una abultada y sugerente colección de vinilos, los cuales he ido adquiriendo a lo largo de los años. Esta mañana he subido sobre las diez. Es raro que vengan ella o los niños; el mayor, en todo caso, en busca de lecturas. Las paredes están forradas con un papel liso, en un tono crema, que transmite una serena y acogedora calidez; en el techo hay vigas de madera, que además de su función arquitectónica, decoran el espacio. Hay un diván y un sofá-cama de tres plazas, donde duermo a veces, cuando discutimos, o si en alguna ocasión llego muy tarde de un viaje. El escritorio está siempre desordenado, en ocasiones con libros que llevan empezados meses. También hay folios con todo tipo de escritos: tareas, compromisos, anotaciones sobre las diversas lecturas y un sinfín de apuntes apátridas. Mi familia es mi principal refugio contra las hostilidades del mundo exterior, pero la biblioteca es mi búnker particular, dentro de ese espacio que considero seguro y que es mi hogar. En ocasiones paso horas escuchando música, unas veces soñando y otras tantas tratando en vano de enmendar el pasado o espectante frente al futuro. Otras veces simplemente estoy en silencio, a solas con mi monólogo interior, que no siempre se muestra amable, y en ocasiones puede ser implacable. Aquí leo y escribo: desarrollo a menudo mi vena diarística, que es ante todo confesional, y me transporto a otras épocas y escenarios; en ocasiones tan lejanos en tiempo y espacio que una vez que vuelvo a mi ser siento una fuerte sacudida emocional. He llegado a contar la vigas del techo, y los pasos que hay desde el diván a la puerta y desde el sofá a la ventana. Soy muy dado a escuchar la misma canción durante varias horas y días consecutivos, después me olvido durante un tiempo y vuelvo a ella al cabo de los meses, o incluso de los años.

Es sábado por la tarde, ya ha oscurecido, y, aunque hace frío, el cielo ha estado despejado durante toda la jornada. Esta mañana me he despertado temprano y me he levantado tarde. Nada más abrir los ojos me ha sobrevenido la idea y me he quedado un buen rato en la cama, dándole forma. Era el momento de escribir algo sobre mí. Pocas páginas; demasiadas sería darme importancia. Un ligero esbozo, un cambio de impresiones mediante un soliloquio particular, para dejar constancia de que estuve aquí hoy, una fría tarde de noviembre, que si Dios no la ha preparado para mí, yo mismo me he tomado la licencia. El mundo es de quien sabe perdonarse. 

De fondo ha estado sonando el cuarteto de Dave Bubreck. Cada vez que se terminaba una cara del disco me levantaba a darle la vuelta. Vuelta y vuelta, vuelta y vuelta… Aún sigue sonando. Tengo una de las melodías metida en la cabeza: «Turán, turán; tan, tan… Tirirí, tiririrí, nanananááá, nanananááá…». He gastado un buen puñado de hojas porque he escrito a mano; la papelera tiene varios folios hechos un gurruño; me ha costado arrancar. Sobre la mesa baja, que confronta al sofá, está la taza de café que me hice a primera hora. Me la regaló ella para el último cumpleaños, serigrafiada con una foto en la que aparecemos mi padre y yo en la playa, a pie de orilla, abrazados, hombro con hombro; en la parte de atrás, unas palabras que en alguna ocasión escribí sobre el mar, que es «horizonte, esperanza…». 

Se ha hecho tarde, ha sido un día largo; el monólogo interior no me aflige, pero evocar el pasado y convocar aquí a todos mis seres queridos para confesarme ante ellos ha sido una tarea gratificante y fatigosa a partes iguales. Ahora voy a bajar a cenar, creo que los niños están con ella, en el salón, me ha parecido escucharlos llegar.

Jesús de la Palma 



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