Grietas que son abismos

Las sociedades de bienestar tienen grietas que son abismos. Hay en ellas quienes se pasan la vida cayendo en una interminable espiral de agonía, hasta que la muerte aparece como una liberación; los hay, en otro plano que, teniendo asegurada no solo la subsistencia, sino el derecho al sueño, se enfrentan a dilemas morales capaces de resquebrajar los cimientos de una seguridad en apariencia inquebrantable. El ciclo de la vida, aun con todas las comodidades propias de las sociedades occidentales, se muestra implacable en su cometido. Todo está escrito en materia biológica. Es ley de vida. Hay quienes, entre los que me incluyo, se enfrentan con agrado a la paulatina bajada de la libido que se acusa con el transcurrir de los años; andar por ahí como un caballo desbocado no es recomendable en ningún ámbito de la vida, tampoco en el sexual. No obstante, me ha helado la sangre leer en Olive Kitteridge, la novela de Elizabeth Strout, una escena de matrimonio en la que Harmon se acerca en la intimidad de la noche a Bonnie, y esta lo recibe con una negativa honda y terrible; rotunda, final, inapelable: «Harmon, creo que ya no me apetece hacerlo más». 

Jesús de la Palma 

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