Cacerolada

En el telediario, crisis habitacional: veintiséis interesados por cada vivienda en alquiler, y ni hablar de los precios, absolutamente descompensados con respecto a los salarios. Le recuerdo a ella una tarde, durante la plandemia, cuando levantaron las restricciones, que salimos a pasear y, a la hora de los aplausos, que gustosamente hubiera cambiado por caceroladas diarias, pasamos por la puerta de un edificio donde había un vecino asomado al balcón que tocaba la guitarra y cantaba la canción bandera del timo del siglo: el éxito del Dúo Dinámico, “Resistiré”. Arriba y abajo y enfrente, los demás vecinos acompañaban a coro al hombre orquesta. Pensé, para ser completamente honesto, que «menuda panda de gilipollas»; luego estaba lo de los cartelitos del “todo saldrá bien”. ¿Bien? Todo ha ido de puto culo: la vivienda, la cesta de la compra, la tendencia a la desaparición del efectivo, la desatención en las oficinas bancarias y el incremento abusivo de comisiones. La crisis del coronavirus, que más fue una estafa de dimensiones monumentales, un negocio fraudulento improvisado alrededor de un virus, resultó ser lo más parecido a la estocada final a un sistema de valores en decadencia. Terminamos de comer y continúo la lectura de El dios salvaje, un lúcido ensayo sobre el suicidio de Al Álvarez. El primer capítulo está dedicado a Sylvia Plath, la que fuera amiga del autor. Recuerdo haber visto el documental Sylvia Plath: Dentro de la campana de cristal; puedo estar equivocado, pero no recuerdo que se mencionara la versión de Álvarez. Y es que Plath no tenía intención de suicidarse, sino de pedir ayuda; así se deduce (cualquiera lo haría) tras leer la nota que dejó escrita junto a un número de teléfono: «Por favor, llamen al doctor…)». A modo de conclusión, Álvarez cierra el capítulo con unos datos escalofriantes: «Según las estadísticas oficiales, la semana en que murió Sylvia debió de haber en Inglaterra al menos noventa y nueve suicidios más». Esto me ha llevado a preguntarme cuántas muertes por suicidio se silenciaron durante el periodo más estricto del confinamiento. Volviendo atrás en la lectura del capítulo, hay un pequeño fragmento del relato que me conmueve profundamente, me deja helado, tieso como un pajarito, embargado por la emoción: momentos antes de suicidarse, sobre las seis de la mañana, Plath «subió a la habitación de los niños y dejó un plato de pan con mantequilla y dos vasos de leche». Si resultara ser cierto que no quería matarse, y solo quería llamar la atención, solo cabe pensar en un gesto dolorosamente lúcido: «¡Que pare el mundo, que me quiero bajar! ¿Acaso no os dais cuenta? Estáis todos locos». 

Jesús de la Palma 

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