Sobremesa

Ayer, en la sobremesa, su madre sacaba una caja de galletas metálica con fotografías. Estábamos sentados a la mesa camilla. El radiador desprendía un calor intenso. Las piernas me ardían con la feliz consecuencia de una morriña que me indujo a una confortadora duermevela. Era una escena hogareña costumbrista, extemporánea, que me retrotrajo a la serenidad de la infancia. Yo también tengo un cajón lleno de fotografías de otro tiempo que hace años que no abro. Recuerdo asimismo hojear con mi abuela un álbum de fotografías. Había una o dos de estudio, de cuando eran jóvenes. A mi abuelo le encontrábamos un aire a John Wayne. Las había también de un viaje a Benidorm; mi abuela aparece en pareo, a pie de playa, junto a la imponente y paternal figura de mi abuelo. Recuerdo una de mi madre, de cuando era chica, con su vestidito blanco y su media melena negra, entre lisa y rizada. Los padres también fueron niños, aunque a los hijos nos cueste creerlo. Abrir una caja de galletas con fotografías, o un álbum, para hojearlas, es una liturgia a través de la cual la vida se manifiesta como un fantasma amable, espléndida y melancólica. Este mediodía nos hemos reunido para almorzar fuera. La mesa es grande. Somos muchos. Nos hacemos fotografías: en pareja, junto a los niños; una grupal. Ninguna irá a parar a una caja metálica de galletas o a un álbum; están todas en “la nube”. Nos las pasamos por guásap y comentamos lo bien, o no, que hemos salido. Cuando los nietos de nuestros nietos vean nuestras fotografías, no podrán olerlas, palparlas, y cegados por un vivo resplandor, les surgirá la duda; posiblemente se pregunten si verdaderamente los que ahí figuramos existimos en algún momento o simplemente somos fruto de su imaginación.

Jesús de la Palma 

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