IA

J. M. me habla de la IA: «Verás qué poema le escribe a mi sobrino». Y entonces le da unas mínimas directrices y la aplicación, o lo que sea eso de la IA, hace su magia. El resultado me deja ojiplático; él la utiliza para su trabajo, y se refiere a los resultados como asombrosos. De esto han pasado tres días y aún sigo perplejo; ante la IA, pienso, soy como mi padre lo era frente a Internet: un ignorante adrede. Me asalta inevitablemente la idea del concurso literario al que me presenté hace tan solo unos días. No lo había pensado hasta ahora. Cualquiera puede decirle a ese cacharrito diabólico: «Escribe un relato sobre tal o cual asunto». Y la maquinita creará una obra maestra. He leído a algún profesor debatirse entre la duda y el desconcierto: ¿cómo gestionar, en materia educativa, un asunto tan complejo? La IA, claro está, facilita mucho las cosas, y por lo tanto, ha venido para quedarse. Lo de cacharro diabólico es por darle al parrafito un aire desenfadado, y no por reaccionarismo. En cuanto a mi relato, estoy tranquilo por los jueces: la IA no podría escribir algo así, por lo genuino; del mismo modo que tampoco podría escribir una de las entradas de mi diario, por lo que me quedo más tranquilo. Pocas personas conozco, y con menos todavía trato, pero es común en todas ellas su forma de verme: como alguien discreto por su alejamiento del mundo. Y es que, si eso de la unicidad no existe, yo, al menos, me apunto al carro de los rebeldes, que es lo más cerca que se puede estar de la autenticidad. 

Jesús de la Palma 

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