Confesionario
Siento una manifiesta predilección por el diario íntimo frente a cualquier otro género literario. El diarista no es un mentiroso, como el novelista, y no estoy aludiendo al término con ánimo peyorativo; reflejo un hecho. Al diario viene uno a confesarse; no tiene sentido mentir, que sería mentirse. Y no hay nadie más necesitado de confesión, de encontrarse en la verdad, que el diarista. Como lector, cada día huyo más de la ficción gratuita. Como escritor, excepto algún cuento esporádico enviado a diversos concursos literarios, nunca la he practicado. No me interesa la metáfora estupefaciente, sino el regusto áspero de la vida en prosa. Me interesa infinitamente más, por ejemplo, el diario íntimo de Arthur Adamov, que sus primeras fantasías absurdas. El comienzo de sus Memorias (I) es memorable, cuando narra que a la edad de cinco años, tras enterarse de que la familia era dueña de gran parte del petróleo del Caspio, se aferró a las faldas de su abuela quejumbroso: «No quiero ser pobre, no quiero ser pobre». No tuve que leerlo dos veces para que se me grabara a perpetuidad en el recuerdo; tal es la fuerza de una confesión. Cioran menciona a Adamov en sus Cuadernos. «He visto a Adamov en el Luxemburgo. Parecía feliz. Hace tantos años que no hablamos. ¿Por qué? Unas palabras que se han dicho en alguna parte y que han llegado transformadas a oídos de Fulano, quien se las ha repetido a Mengano, etc.». Se puede decir más sobre la amistad, pero no mejor. Tal es la fuerza de la confesión.
Jesús de la Palma
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