Cuadernos manuscritos

Tengo bastantes cuadernos manuscritos en la primera estantería del mueble librería, junto a los libros de la carrera, algunas revistas y otras tantas fotocopias con artículos de interés; descansan junto a la urna con las cenizas de mi padre. Es un pequeño cementerio, un santuario particular; una capilla ardiente a la que peregrino con una mirada nostálgica cada vez que entro a la habitación. En cuanto a las “confesiones”, son un trabajo diarístico de años que nadie ha leído, ni siquiera yo, porque escribir no es leer, y quitando alguna página abierta al azar, nunca he abierto esas libretas para algo que no fuera escribirlas, por lo que, una vez terminadas, cada una firmaba su sentencia de destierro. Algún día terminarán en la basura; he pensado en quemarlas, pero sería demasiado aparatoso y pretencioso; no creo que merezcan un ritual de despedida. Son las ideas de una época pasada que ya no tienen nada que decir en esta; papeles demasiado íntimos que cumplieron su cometido y quedaron exentos de servicio para siempre. 

Ahora escribo en público y hay quienes prestan atención a lo que escribo, lo cual acojo con agrado y extrañeza a partes iguales. ¿A quién pueden interesar los aspectos más anodinos de una vida que ya de por sí es insustancial? 

Anoche dieron en la tele la biopic de J. D. Salinger, quien se negó a publicar tras “El guardián entre el centeno”. Se aisló del mundo de forma drástica, a tal punto que dio al traste con su matrimonio; todo para entregar su vida a la escritura secreta. Encontré similitudes con él en cuanto que yo también escribo sin pretensiones, como una fiebre que no cesa, y en la idea recurrente de volver a la escritura secreta.

Jesús de la Palma 

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