Come un bizcocho

«Uno, dos, coge el balón. Tres, cuatro, juega un rato. Cinco, seis, ya no me veis. Siete, ocho, come un bizcocho. Nueve, diez, juega otra vez». Así dice una de las canciones del libro-cancionero del bebé. Es la que más me gusta. M. A. todavía es muy pequeño y no tiene preferencias. Le gustan los sonidos y las luces que emite el libro, independientemente de si hablan de ratoncitos, pasteles o barquitos con los que remar. 

Tengo la primera melodía incrustada en la cabeza y la canto inconscientemente a lo largo del día; la canta una dulce y melodiosa voz de mujer. 

Ayer pensaba escribir sobre esto, se me ocurrió por la tarde, y lo planeé para cuando llegara, a la noche, pero estaba tan cansado que fui incapaz. ¡Con lo que me relaja escribir una última entrada del diario antes de irme a dormir!

Mientras estructuraba el texto mentalmente, se me ocurrieron varios comienzos, siempre pensando en hacerlo atractivo para los eventuales lectores; no obstante, me rebelé y terminé optando por la opción menos recomendada por cualquier corrector de estilo que se precie como tal, pues se sobreentiende que si lo que se quiere es atraer la atención de posibles lectores, hay que comenzar el texto con una frase directa, contundente, sin retruécanos ni aliteraciones o, como es el caso, sin frases infantiles carentes de sentido e interés. 

En la introducción de “Los elementos del estilo”,  E. B. White evoca a su maestro con una regla, la número diecisiete, más que clarificadora a este respecto y que replica hasta en tres ocasiones, a saber: «¡Omitan las palabras superfluas! ¡Omitan las palabras superfluas! ¡Omitan las palabras superfluas!».

En mi caso, la libertad de poder escribir sin atención a unas rígidas reglas de estilo es la consecuencia de no tener un público masivo ante el que exhibirme, lo que me otorga una libertad particular, la del que no tiene lectores que perder; tomo a modo de aclaración esta sentencia de Aristóteles en su “Metafísica”: «Ocurre como en una familia: a los libres les está permitido hacer muy pocas cosas a su antojo, más bien todas o la mayoría de sus acciones están ordenadas, mientras que los esclavos y los animales colaboran poco al bien común y muchas veces actúan a su antojo». 

Jesús de la Palma 



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