Sentido y sensibilidad

Hoy me he puesto uno de los dos polos que tengo de Brooks Brothers; el rojo, el otro es azul. Tienen ya unos años. Ahora no me compro ropa de marca. El polo tiene un puntito apenas visible en la parte trasera, de haberle caído lejía. Esta mañana me lo ha recordado ella y me ha dicho que no me lo ponga más. Hace tiempo le habría hecho caso. Hoy me da igual, el espíritu jipi se ha hecho un hueco en mi carácter. Aquí se puede ir prácticamente durante todo el año con ropa de verano; polos, camisetas, chanclas y zapatillas y pantalones cortos. No me imagino a Unamuno vistiendo así. En la estatua que hay de él entre la iglesia y los juzgados va vestido de traje y sostiene un libro entre las manos. Tampoco me imagino a Cela, que ya era de otra generación, aunque todavía marcada por un severo y agrisado código de vestimenta. Respecto a estos dos, mi padre perteneció a una tercera generación: fue un niño de la posguerra. Él tampoco usó nunca pantalones cortos ni chanclas ni zapatillas de deporte. El pantalón corto fue obligada prenda de vestir en su infancia, tanto en invierno como en verano; una vez llegado a la pubertad, usó de ordinario pantalón largo, camisa, chaqueta y corbata. Yo nací con el fin de la dictadura y fui un niño de la Movida, crecí con Barrio Sésamo, Tocata y La bola de cristal. Cada hombre es hijo de época, por crítico y lúcido que sea su pensamiento. Mi padre fue vástago de un Estado confesional, y nunca me habló de cuestiones trascendentales que siempre me han preocupado, como la muerte, y más concretamente, la muerte voluntaria. ¿Por qué le pedí a Dios que me llevara con él cuando tenía cinco años en una revelación casi mística? Mi padre nunca lo supo, no se lo conté; tampoco supo por qué me tintaba el pelo, me hacía tatuajes, llevaba pendientes, gorras y ropa demasiado holgada y de colores, o, en su día, pantalones vaqueros negros elásticos y chaquetas vaqueras con chapas y parches; ni por qué escuchaba rap o heavy metal. Siempre que salía fuera, de viaje, con el coche, me pedía que, por favor, lo llamara cada tanto, porque se ponía muy nervioso. «La carretera es muy peligrosa, y por muy bien que tú vayas, siempre puedes cruzarte con un chalado», me advertía con tono grave. Nunca me pidió que no me suicidara, eso no entraba en su esquema de razonamiento, fruto de una época donde era un tema tabú, como tantas otras cosas. Decía Cioran que la idea del suicidio lo salvó de más de una noche de insomnio. Se me ocurre que en lugar de sentar las bases para el funcionamiento de un sistema implacable de rendimiento, amparado por una suerte de tiranía de la felicidad, el sistema educativo debería tener una asignatura que educará en las emociones desde los presupuestos básicos de la psicología; bien podría llamarse “Anatomía de la melancolía”, una suerte de antropología de las emociones, tanto para los niños y jóvenes más sensibles a las cuestiones de alma como para los que tienen un espíritu más analítico o los que nacen con una naturaleza ajena a las emociones de segundo y tercer grado, para que entre todos hubiera un pacto fundamental de entendimiento y no agresión, con el que seguro que se salvaría más de una vida.

Jesús de la Palma 

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