Un océano de irracionalidad.

Leo “Alcestis”, el drama satírico de Eurípides. M. A. está a mi lado, mediodormido, muy apocado para lo que él es. Esta mañana le han puesto cuatro vacunas. Como estoy en el salón, también con ella, la tele, aunque muy bajita, sigue encendida. Emiten un concurso en La 1. Fernando Romay, el exbasloncestista y ya sexagenario, responde preguntas tipo test. Una de ellas es el número y el género del grupo musical infantil de los ochenta Parchís; en la siguiente ocasión el presentador le muestra una copa menstrual y le da cuatro posibles respuestas, entre ellas, un embudo para aceite y una ventosa para fisioterapia; después de unos cuantos chascarrillos entre invitado y presentador, Romay, interpretando el papel de hombre desconcertado, finalmente acierta entre aplausos. Esto me ha llevado a pensar que cuando era chico quería ser adolescente, y cuando era adolescente, un joven fornido, y entonces, un adulto. Todo ello porque nunca estaba a gusto entre las personas de mi rango de edad; quería crecer para clarificar la mente, para dejar de perderme entre las tinieblas de la ignorancia y la estupidez. Ahora que soy adulto he comprendido que el debate popular naufraga en un océano de irracionalidad.


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