Siete lenguas de fuego

Si pudiera ponerme delante de Dios, le preguntaría que para qué inventó el verano, donde todo es estéril e infernal. 

Hoy ni siquiera he podido leer, y para colmo no sé dónde he puesto el mando a distancia del ventilador de techo. 

Si pudiera elegir ser un superhéroe, pediría ser El Hombre de Hielo. 

Cuando he salido a media tarde para reunirme en el centro comercial con ella, el bebé, mi cuñada y mis sobrinos, siete lenguas de fuego me han perseguido durante todo el camino en la moto.

Nada más verme, mis sobrinos, junto a su amigo, que también es como de la familia, se han abalanzado sombre mí: «Tito, tito, tito...». El primero de todos, el mayor, al que he cogido en brazos y me lo he comido a besos. A continuación: «Tito, queremos monedas para los columpios». Ellas ya los habían montado, y C. me ha dicho con la mirada que ya estaba bien, que  no; pero ¿quién se puede resistir? Al final han sido dos partidas en la máquina de aire hockey y un paseo en un coche con sonidos. 

Más tarde ellos se han marchado y nos hemos quedado nosotros: ella, el bebé y yo. Hemos merendado y charlado. Le he dicho cuánto me gustan los niños y me ha respondido que no siempre ha sido así, que ha habido veces en las que le he dicho que no me gustaban los niños. Siempre me han gustado los niños, pero estoy demasiado preocupado; nací viejo, serio y preocupado. Me resisto a los niños, pero si los críos vienen a mí, qué voy a hacer. Si alguna vez he dicho que no me gustan los niños es porque tengo una concepción muy oscura del mundo, de la vida entre los hombres. Soy un pesimista, un melancólico, un rebelde. Pero adoro a mi bebé y a mis sobrinos, y me gustaría que todas las personas que quisieran tener hijos pudieran hacerlo con la garantía de poder brindarles una vida digna y feliz. 

Sí pudiera ponerme delante de Dios, le preguntaría por qué permite que sufran los niños, y también los hombres de nobles intenciones. ¡¿Qué sentido tiene el sufrimiento?! A mí no me ha enseñado nada, únicamente me ha forzado a aislarme, a separarme de los hombres. 

En el camino de vuelta venía pergeñando esta entrada del diario. Pensaba en que me gustaría alcanzar un estilo propio, reconocible. Y también pensaba qué tipo de escritor quiero ser. Pensaba, como digo, en el estilo, al que otorgo cierta importancia, aunque también se me pasaba por la cabeza la idea del trasfondo en cada entrada, en cada escrito. Me he acordado de las varias páginas que dedica Mircea Cărtărescu en “Solenoide” a describir sus sensaciones en el practicante cuando era niño y le clavaban la aguja en el culo. Son una delicia. Aun así, no quisiera ser por nada del mundo el tipo de escritor que se detiene únicamente en las descripciones, sin manchar las páginas de ira; su propia ira, y de sangre; su propia sangre. 

El mundo es un lugar demasiado cruel y yo soy un hombre muy sensible. Siento, por lo tanto, en cada página, en cada párrafo, prácticamente, la necesidad de clamar al cielo por un cambio de rumbo en el curso de los acontecimientos. 

Jesús de la Palma 

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