Puerta de embarque

Llegamos al embarque justos de tiempo. El vuelo de enlace se ha retrasado. El avión está lleno. La azafata, muy cortésmente, nos apremia. Guardamos el equipaje y tomamos asiento de forma un tanto atropellada. Ella carga con el niño y yo guardo las bolsas de mano en los compartimentos superiores. No me da tiempo a coger la tableta para leer durante el trayecto y voy sentado junto a la ventana, de modo que, por no molestar, me resigno. Decido entonces leer en el teléfono. Abro la aplicación de Kindle, y dentro, los “Cuadernos” de Cioran; tan socorridos para este tipo de circunstancias. Un tres de enero de 1968 narra su encuentro con Paul Celan, al que no ve desde hace un año y quien ha pasado varios meses en un hospital psiquiátrico. Cioran escribe que Celan no habla de ello, y advierte que «se equivoca, puesto que, si hablara, no tendría ese aire violento (y que siempre tenemos cuando disimulamos algo capital que se supone que todo el mundo conoce)». La entrada del diario me deja clavado en el asiento. Siempre he sentido más afinidad con los locos y los fracasados. Los héroes no existen, y los cuerdos nunca dicen la verdad. «Es cierto que no es fácil hablar de nuestras crisis. ¡Y qué crisis!», termina Cioran su comentario sobre Celan. En lo personal, me siento más fuera del mundo que dentro; extranjero en todos los sitios y con casi todo el mundo, por lo que principalmente me interesa lo clandestino, tanto en el ámbito intelectual como en el emocional. Clandestinas son la honestidad y la sabiduría. En cuanto a Celan, nadie puede negarle su derecho al encono, pues la locura tiene sus razones, que la “cordura”, sea eso lo que sea, quién sabe, desprecia, en la mayoría de ocasiones, por pura ignorancia y prejuicio. Páginas más adelante, Cioran se refiere a las universidades como «cloaca de imbéciles». Unamuno, por su parte, las llama «antros de estulticia». Y es que las universidades son en esencia cadenas de montaje donde se arma el ciudadano promedio, de pensamiento acrítico y comportamiento estandarizado; quien desprecia de igual modo a los locos y a los fracasados; a todos aquellos que hayan perdido el tren del éxito y el reconocimiento social. Así, ¿cómo se va a atrever nadie a hablar de sus crisis, cuando, de una parte se topa con el muro de la soberbia, y, por otra, con el de la ceguera?

Jesús de la Palma 

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