Meritocracia

Siento una acusada sensación de rechazo hacia las personas, muchas de ellas famosas y de éxito, que aseguran que la llave para conseguir las metas que cada uno se proponga es la constancia. Internet está plagado de mensajes cortos y fatalmente contundentes de ese tipo. Todos vienen a decir más o menos lo mismo: «Si pones el suficiente empeño por tu parte, lo conseguirás». Como si no hubiera detrás de cada uno de nosotros unos condicionantes biológicos y socioeconómicos que determinarán nuestra conducta y sus resultados. Como si un Paracetamol valiera para todo; para aliviar un dolor de muelas y para curar el sida o el cáncer. Se me viene a la mente el patéticamente persistente Rupert Pupkin, el protagonista de “El rey de la comedia”, la cinta de Scorsesse, magistralmente interpretado por Robert de Niro. Un fracasado de manual. La constancia no lo es todo, es más; sin los medios adecuados, la constancia es un suicidio. Cuando se dice que la constancia es la clave del éxito se está defendiendo un modelo de sociedad tiránico, donde unos pocos privilegiados tienen la estabilidad económica asegurada, frente a una masa social en un estado selvático donde impera la ley del más fuerte. La constancia es positiva en muchos aspectos de la vida; el problema deviene cuando se hace un mal uso y se abusa de este leitmotiv para ocultar una terrible realidad profundamente marcada por dos polos opuestos: privilegio y desventaja. El tiránico discurso de la meritocracia fomenta, de una parte, la humillación y el resentimiento, y de otra, la soberbia. En palabras de Michael J. Sandel (“La tiranía del mérito”): «Una meritocracia perfecta expulsa toda sensación de estar bendecidos por don o gracia algunos».

Jesús de la Palma

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