Final de verano
Finales de agosto. Ayer vi el Sol ponerse de camino al gimnasio, no recuerdo la hora, pero calculo que sobre las nueve. Hoy a las nueve y media ya era de noche. «¡Qué alegría, se acaba el verano!», me he dicho. Recuerdo con incomodidad una de esas tórridas noches de este pasado julio, en la que salimos y pasadas las diez aún había luz. No querría el verano ni aunque fuera rico, porque de ser así, me iría a pasarlo a un lugar donde no fuera verano, o al menos donde no hiciera calor y hubiera nubes y chubascos. El regocijo que siento al final del verano es la recompensa por haber superado una estación yerma, infernal. El verano, como la juventud, tiene un tono demasiado alto; tanto el uno como la otra queman. Ahora que ya puedo decir que he dejado atrás definitivamente el periodo de juventud, me siento como en un día con ligeros chubascos, tal cual hoy, de finales de agosto. Mi tono vital es melancólico, no me pueden gustar el verano ni la juventud. Ahora que me he convertido en un hombre de edad madura, aprecio más la vida que nunca antes; esto sucede porque ya nada me impide ver que inevitablemente hay un final. El tiempo perfecto, como la edad perfecta, es un final de verano en el caso de las estaciones y un otoño incipiente en el caso de la edad. La edad madura es un tiempo para el desengaño, ese delicado y exquisito licor con un ligero sabor a desencanto que se degusta lentamente y a pequeños sorbos. En un final de verano o en un incipiente otoño, personalmente estoy más cerca del primero que del segundo, se respira mejor, se duerme mejor y, en consecuencia, se vive mejor. A la vida no se viene a ser feliz, pero la vida te recompensa con cada minuto perdido; cuanto más tiempo hayas gastado, más tiempo querras consumir.
Jesús de la Palma
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