Ermita

Soy un hombre solitario, tan solitario como una ermita abandonada en mitad del monte. Hace unos días me encontré a un ex compañero de trabajo y me volvió a dar su teléfono. Le agradezco el gesto. Lo vi en el gimnasio, me dijo que el viernes podía venir y así entrenar juntos. Se lo agradezco. Pero la soledad me atrapa con toda su magia, me ciega con todo su fulgor. Estuvimos hablando sobre cómo nos van a cada uno las cosas y él me enseñó fotos de su moto y de un viaje a París. Yo le conté menos. También es verdad que le llevo unos años. Verdaderamente lo aprecio, es un tipo noble, y le agradezco el interés. He llegado a pensar incluso en mandarle un guásap para quedar antes de entrenar y tomar algo y charlar. Aún estoy a tiempo, pero sé que no lo haré. Me he aislado de la mayoría de las personas porque no puedo hablar con ellas como verdaderamente quisiera. Que sea un hombre solitario no quiere decir que no aprecie a las personas, todo lo contrario; soy mucho más sensible a las muestras de afecto, por pequeñas que sean, que la mayoría, siempre acostumbrada al trato cotidiano de todos con todos. Eso sí, tengo una familia maravillosa y por suerte nunca estoy solo, y menos aún me siento solo. Me he animado a escribir sobre ello a raíz de la la confesión que hace el protagonista de “Solenoide”, la novela de Mircea Cărtărescu, y que reproduzco a continuación: «Solo éramos seres que se reunían en torno a la mesa o en la cama. Mi madre y mi padre solo hablaban de dinero. Mi padre y yo solo hablábamos de fútbol. Mi madre y yo no hemos hablado nunca de verdad. Nos daba miedo hablar, ni siquiera nos imaginábamos que fuera posible. Creo que incluso aunque nuestra vida hubiera corrido peligro de muerte, no habríamos conseguido hablar de verdad».

Jesús de la Palma 

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