Diarística
Prácticamente cada imagen que veo, cada línea que leo, cada recuerdo que evoco, me incitan a la escritura. Para mí vivir es en una gran parte escribir. La escritura del diario me ayuda a sentirme realizado. Todo lo que escribo es verdad, pero no escribo sobre todo lo que pienso o lo que me sucede. A diferencia de otros diaristas, me reservo la parcela más íntima. No me siento con ánimo para profundizar como Cheever, Pizarnik, Plath o Ionesco, entre otros. Yo juego al escondite. Asomo ligeramente la cabeza cuando pienso que nadie me ve. ¿Qué le puede interesar a nadie una vida anodina como la mía, más si cabe, contada a medias? Quizá si fuera un genio o un drogadicto, un ex atracador de bancos o un loco ilustre... Pero no. Tampoco valgo para dibujar puertas donde no las hay. Ser novelista es un oficio, el diario es un pasatiempo, no requiere de una imaginación prodigiosa; además, no soy el tipo de persona que puede encerrarse en su casa todo el día para escribir, tampoco para leer. Por eso estoy tan lejos de la escritura, digamos convencional, como de la intelectualidad. Tampoco valgo para encerrarme durante largas jornadas de estudio. Soy un paseante del espíritu, si se quiere, un hombre distraído y comprometido con lo cotidiano. Llevo unos días leyendo menos de lo que acostumbro. El calor, es agosto, las obligaciones y algún que otro obstáculo más, me impiden seguir otro ritmo. Aun así llevo ciento cincuenta páginas de la novela que tengo entre manos. Hoy solo he leído diez. El protagonista escribe un diario. El diario es una segunda conciencia, un segundo rostro, una segunda vida. Un refugio y un subterfugio; no, no trato de hacer un juego de palabras; esto último lo digo porque volviendo al diario transcurrido el tiempo uno puede pensar que las cosas sucedieron realmente así, y que detrás de las mismas no subyacía una realidad íntima casi siempre trágica o melancólica.
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