Biberón

M. A. cumple cuatro meses en una semana. Ya nos ve a su mamá y a mí, y nos sonríe, y también ve el biberón cuando lo tiene delante y abre la boquita y hace el reflejo de succión. Mientras se lo toma, junta las manitas como en posición de rezo, como queriendo agarrar el biberón, afianzar el alimento. Ahora que ve con más claridad, ha mejorado en su comportamiento cuando le hago las pausas, porque ya no llora desesperadamente por no saber adonde ha ido su alimento. Hasta no hace mucho esto era así: cuando aún no veía los objetos y no sabía donde había ido el biberón, si estaba lejos o cerca, si había desaparecido o no, el llanto era estruendoso y desconsolado; primitivo. Ahora que lo ve, si le dejo un poco más de tiempo para que descanse, la queja es más sosegada, puesto que lo ve, digamos, en un horizonte muy cercano; es consciente de que no ha perdido el alimento, que está ahí para él, y, simplemente, lo reclama mediante una queja administrativa. Todo esto me ha hecho pensar en la vida adulta de las sociedades modernas, en la que las familias nada tienen asegurado, y siempre están embargadas por una constante sensación de angustia, bien por unos sueldos injustificadamente insuficientes; bien por una inestabilidad laboral que acecha con el fantasma del desempleo y la precariedad. La mal llamada clase media de las sociedades modernas se siente como un bebé de tres meses al que se le retira el biberón y no sabe adonde ha ido su alimento; su desconsuelo es primitivo. De este modo, con la angustia por una parte, que causa la inseguridad de un futuro incierto, y el adoctrinamiento por parte de políticos y medios de comunicación, el ciudadano de a pie es lo más parecido a una marioneta humillada y maltratada, con la que las élites económicas pueden hacer y deshacer a su antojo; interpretar las obras más obscenas, descabelladas y descarnadas.

Jesús de la Palma 

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