Setenta y ocho años
¡¿Ya?! Con este adverbio de tiempo, entre exclamativo e interrogativo, reacciono estos días al recuerdo de mi padre.
Setenta y ocho años son toda una vida y nada de tiempo a la vez.
Hasta no hace mucho pensaba que la vida era un trayecto interminable.
No sabría decir desde hace cuanto, exactamente, pero no hace mucho que me ha cambiado la percepción del tiempo.
Ahora la vida no se me aparece como un proyecto inabordable. No se me presenta como medida de tiempo; ni corta ni larga. Un jeroglífico que no sé descifrar, pero que tampoco me inquieta.
El paso del tiempo me ha brindado la convicción, cada vez más asimilada, de que ya, ¿para qué abandonar?; está hecha más de la mitad del camino y es inútil mirar atrás. Ahora no vale perder el tiempo recreándose en el pasado; el tiempo, como al final de un examen, cuenta doblemente rápido.
Camus postula en “El mito de Sísifo” su firme postura de rechazo ante el suicidio: «La inteligencia, pues, también me dice a su manera que este mundo es absurdo».
No obstante uno nunca puede estar seguro de nada; eso de “estar a salvo”, de uno u otro modo, ya sea a través de la fe o de la convicción de lo absurdo de la existencia, es una ilusión que nos facilita la existencia.
No podemos estar tan alerta como los gatos silvestres.
¿Quién sabe qué nos depara el futuro?
Para el que tiene pocos años cualquier instante es una eternidad. Observemos el aburrimiento de los niños, siempre al acecho; ellos mismos, ya a los seis años se aventuran a decir: «Cuando yo era chico...». Tengamos en cuenta al adolescente, que ya, “hastiado de la vida, de vuelta de todo”, cosecha una alarmante pulsión de muerte.
¿Qué son setenta y ocho años? Nada, excepto el consuelo de una vida vivida.
Jesús de la Palma
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