Centro comercial

Vamos al centro comercial. En una tienda de fundas para teléfonos, más bien pequeña, cuento hasta ocho empleados. Todos están ocupados, abriendo y cerrando cajones, colocando bien la mercancía, como el que mueve un cuadro torcido; los menos, atendiendo. Es la viva imagen de la precariedad, de la esclavitud de este tiempo nuestro. Lo comento con ella: «Para tener esa plantilla tan abultada, tanto los sueldos como las condiciones de trabajo deben de ser miserables». Todos son jóvenes, ninguno pasa de los treinta. Nos dirigimos a una de esas franquicias de ropa que tienen presencia tanto en España como en Rusia; la cajera que nos atiende es una chica joven. Todos los dependientes son jóvenes; es difícil encontrar a alguien que pase de los treinta. La cajera tiene tatuajes tradicionales en el brazo y me gustan; como voy acompañado de mi esposa y la dependienta podría ser mi hija, me animo y le digo que me gustan. Me da explicaciones de cada uno, sonriente, visiblemente agradada. «Tú también tienes». Echo las manos a la espalda para ocultarlos y les resto importancia: «Sí, alguno». A su abuela —continúa—, no le gustan los suyos, vuelve a sonreír. «Es normal, las personas mayores, ya se sabe». Nos despedimos. Una vez nos hemos alejado: «Ya me conoces, me gusta hacer sentir bien a la gente cuando estoy de ánimo».
Jesús de la Palma 

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