El final

La última vez que tomé café aquí, en la cafetería kitch que tanto me gusta y a la que ya dediqué una entrada, papá estaba vivo. Murió el día dos de enero, si no me equivoco. Aún estoy consternado por el acontecimiento. Pasé sus últimas horas y días junto a él, casi sin despegarme de su lado. Excepto la última noche, que me fui a dormir a mi casa. Dormir al lado de alguien al que le han aplicado la sedación paliativa y respira como si en cualquier momento fuese a expirar mediante un estertor, más si cabe si ese alguien es tu amado padre, es una situación indescriptible. Durante los tres días que lo acompañé, lloré con él, a su lado; le ungí la frente con mis lágrimas. Lloré sobre él: piel con piel. Le hablaba. Le trasmitía mi pesar así como me dirigía a él para decirle que me iba a comer o a tomar un café y que regresaría en seguida. Esperó a que yo volviera para expirar, echó su último aliento sobre mi mano. Del mismo modo esperó, más o menos consciente, neurológicamente alerta, hasta que llegué de la isla. Se le iluminó el rostro nada más verme. ¡Nos abrazamos y nos dimos besos! Al día siguiente era otro. Apenas podía abrir los ojos. Cuando ingresó, a los pocos días, en el hospital, no hablaba. Nos comunicábamos mediante gestos de afecto. «Dame un beso, papá, que te quiero mucho». Y él me besaba. Le di su última papilla. No podía, pero lo intentaba. Doy fe. No he conocido a nadie que se aferra a la vida como él. «No quiero morirme, quiero vivir», era su lema. Lo de la papilla fue sobre la una de la tarde. Un rato después me fui a comer. Cuando volví, muy pronto, a la hora o así, ya lo habían sedado. No había marcha atrás.

Jesús de la Palma

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