La bibliotecaria


  Mario bosteza como un gato. «Ta, ta, ta, ta, ta...», y dice así para distraer los malos pensamientos. Y se toca compulsivamente las yemas de los dedos de la mano derecha: anular, medio e índice con pulgar.

  Mario es un personaje de película antigua, porque vive en el recuerdo, como enclaustrado en una postal de una España trasnochada.

  Mario habla todas las mañanas nada más levantarse con su madre, que en paz descanse, y ella le tira besos desde el cielo y le recuerda aquellos tazones de leche con sopas que le preparaba y que a él tanto le gustaban. Hoy se han reído los dos del bigotillo que se le quedaba y que con tanto gusto se relamía, y de que decía: «¡Mmmm, qué rico!». Y de que Concha repetía: «¡Mmmm, qué rico!», y se reía.

  Madre e hijo plantándole cara a la vida. Mario y Concha compinchados contra la antojadiza fuerza del destino.

  Concha lo ve desde el cielo y se acuerda de cuando se desvelaba e iba a taparlo, a subirle la manta y apañarle el embozo de la sábana. Una mañana, de tanto celo, en una primavera joven, la criatura amaneció empapadito en sudor. «¡Que se nos va el niño, Antonio, que tiene treinta y nueve de fiebre. Llama al médico, corre!», gritaba ella. Hasta que llegó el padre y vio que de calentura, nada; inquietudes de madre primeriza. 

  Hoy Concha lo ve desde el cielo y siente la tentación de volver a existir, porque ve que a Mario le falta una mujer en su vida, y porque sabe que la mayoría de los hombres nunca encuentra a la mujer de su vida.

  Mario tiene los ojos azules, como su padre: imprevisibles, inmensos, oceánicos; furiosos y a la vez melancólicos. Unos ojos azules con pintitas ocres, lapislázuli, que parecieran albergar algún augurio. 

  Medita. Mario medita durante todo el día. Cuando duerme también medita, el suyo es un sueño inquieto, que no repara, y claro, eso le hace mella en el ánimo.

  Cuando camina mide los pasos: dos, cuatro, seis, ocho; once, catorce, diecisiete... Primero de dos en dos; de tres en tres y así sucesivamente. Cuenta los tragos de los vasos de agua y las veces que traga saliva en un minuto.

  Víctor es su amigo y compañero de trabajo. Trabajan en el Ayuntamiento, con las multas de tráfico (esto el narrador lo sabe de oídas, y para no soliviantar al lector, no se entrará en más detalle).

  Víctor está casado y con hijos, e invita a Mario a cenar a su casa porque Mario no es orgulloso.

  Mario lee a Kierkegaard y a Camus, y a Lacan y a Kundera... Y como está tan solo, cuando va a retirar los libros de la biblioteca imagina que la bibliotecaria se dice que «vaya unas lecturas que coge este hombre; qué inteligente es, debe de ser todo un intelectual»; y cuando las devuelve, imagina que ella piensa, además, que más que un intelectual, debe de ser un genio para leer a esa velocidad y devorar la sección de humanidades de la biblioteca a ese ritmo. Y en cierto modo, lleva razón, pues aunque no se sienta en absoluto atraída por alguien que a primera vista ya encarna la tragedia en sí mismo, hay algo que le llama la atención y no sabe decir el qué, pues es natural que nos atraiga perversa y morbosamente el dolor ajeno, ese con el que no tenemos compromiso, responsabilidad. Nos asomamos al pozo de la desesperación del otro con curiosidad y un ligero ademán compasivo, como si de verdad nos importase su sufrimiento, cuando en realidad estamos curando nuestro dolor a través de una comparación morbosa.

  Nietzsche decía que compadecer es despreciar, y puede que tuviera razón.

  La vida de Mario, como cualquier vida, es una desgracia enmendada por el empuje de las circunstancias, así que se aferra a la inercia de lo cotidiano para mantenerse en los rieles de la cordura. Su vida, como cualquier vida, es como aquel poema de Alfonsina Storni que dice: «Tienes un deseo: morir. Y una esperanza: no morir».

  Anoche, Marta, la bibliotecaria, se fue a dormir pensando en Mario. Se reprimía, pero el azul de sus ojos no se le iba de la cabeza; ese azul imprevisible y furioso la desconcertaba. «Tiene las orejas pequeñas, la cara grande, larga y grande; la nariz y las manos grandes, y es alto», se decía. Quería buscarle un parecido para sentirse segura, identificarlo con algún personaje famoso, preferiblemente con un actor de cine. También pensaba que su conversación debería ser agradable, y que un rato a solas con él no supondría de ningún modo tiempo perdido; todo lo contrario. Se le ocurrió entonces que una persona nunca es su imagen, que esa sonrisa cansada esperaba alguien que la tornara alegre, y que aquel hombre de aspecto extraviado, vetusto y enigmático, quizá merecía su atención.

  Pasaba el tiempo y Mario no aparecía por la biblioteca. Siete meses hubieron de transcurrir hasta que fue a devolver Ordesa, de Manuel Vilas; la lectura más llevadera de las que Marta le recordaba. Era imposible, por tanto, que la demora se debiera a la complejidad de la novela, y, en ese caso, Mario, como en tantas otras ocasiones, como le sucedió, por ejemplo, con el primer volumen de El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, habría avisado para solicitar la prórroga.

  La conversación se dio con absoluta naturalidad, como la de dos que se conocieran de siempre y se hubieran visto en el día de ayer. Mario le explicó que había sufrido la caída más ridícula posible con el desenlace más catastrófico posible: fracturas de tibia y peroné y cúbito y radio y escafoides. Marta se mostró perpleja y en cierto modo, ruborizada. Mario supo leer sus gestos, que no dominaba, y entendió que era un buen momento para invitarla a tomar algo después del trabajo.

  Aquella noche, Concha por fin pudo descansar para siempre.

Jesús de la Palma 





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