Ophelia
Los ricos temen que se les acabe la vida y los pobres que no les dé para la vida. ¿Quién gana? Ninguno. Todos somos perdedores en la carrera por la vida, por la buena vida. La vida, la buena vida, ni siquiera es para los inocentes, pues ellos son las víctimas primeras, la diana adonde van a parar todas las flechas, las envenenadas y hasta las perdidas; nadie como ellos carga con el peso del mundo. ¿Quiénes son los héroes? Los que no soportan la existencia, ellos son los iluminados. Nos marcan el camino al resto. Las grandes hazañas son cuestiones baladíes frente a la firme conclusión de que vivir no vale la pena, porque no hay acto más heroico que el de ir de avanzadilla en la batalla más cruenta, que es vivir, y ellos son, los que no soportan la vida, al extremo de acabar con la propia, quienes nos recuerdan a cada instante que vivamos, porque vivir solo tiene un precio, el de la propia vida, y nadie siente tanto la vida como el que se la quita, y es por ello que ellos, los inocentes, purgan nuestros pecados y nos redimen del acto heroico por excelencia. Ellos no nos dan la vida; nos devuelven a la vida, y por eso, porque no hay cosa más grande, todos evitamos, en lo posible, pronunciar su nombre, para no soliviantarlos, para que descansen en paz, como se merecen. No son héroes todos los que se quitan la vida, pero sí los que se la quitan libres de pecado, al menos de pecado mortal, porque vivir en sí ya es incurrir en pecado, y el segundo pecado por importancia es sostener la vida hasta el final. Andrés Caicedo, en una carta desgarradoramente bella, inocentemente heroica, le escribía así a su madre, a modo de despedida: "Yo muero porque ya para cumplir veinticuatro años soy un anacronismo y un sinsentido, y porque desde que cumplí veintiuno vengo sin entender el mundo. Soy incapaz ante las relaciones de dinero y las relaciones de influencias, y no puedo resistir el amor: es algo mucho más fuerte que todas mis fuerzas, y me las ha desbaratado".
Jesús de la Palma
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