El monólogo interior no me aflige. Convivo con él con la más absoluta naturalidad, a la manera de esos médiums que cohabitan con los fantasmas, como en una suerte de comuna platónica. A menudo me pregunto cuándo empezó todo, y en cada ocasión obtengo una respuesta distinta, lo que no es impedimento para que siempre termine encontrando el camino de vuelta a lo que considero que más se acerca a la verdad. Todo pudo empezar cuando, siendo muy chico, y ante una de las regañinas de turno, le repliqué a mi padre que yo tenía mis derechos. Como ni determinista ni existencialista, no considero que no pudiera haber cambiado de alguna manera mi destino; no obstante, no me cabe duda de que tanto el carácter como las circunstancias influyeron de manera decisiva en quien me terminé convirtiendo. Me gustaría poder contar una historia en la que no hubiera pasado nada; pasearme por los aledaños de los acontecimientos y detenerme en cada detalle; describir cada esquina y cada pilar, cada pared, cada b
Hay noches, como la de hoy, en las que estoy demasiado cansado para seguir el hilo de la lectura que tengo entre manos, sobre todo si es una lectura compleja, de ordinario filosófica. Pero sucede que tampoco me puedo ir a dormir sin leer un par de páginas; si quiera unas líneas. En noches así solo me apetecen los diarios abiertos al azar o temas muy concretos en los que más o menos ando versado; a estos últimos acudo a libros ya leídos y que por lo tanto tienen anotaciones que me guían hacia lo que estimo más relevante. Esta noche he cogido los “Diarios” de Pizarnik y “La esquizofrenia incipiente”, de Klaus Conrad. La esquizofrenia (o más acertadamente, las esquizofrenias) es una enfermedad que me preocupa, por la que siento un profundo interés, quizá porque tenga mucha más relación con la realidad no esquizofrénica de lo que se piensa, pues todo brote psicótico tiene un detonante, una motivación. En cuanto a los diarios, me gusta ir al día en curso y ver lo que allí escribieron unos u
—Me da igual morirme —dijo el hombre—. Pero no me deje aquí solo. —A mí también me da igual morirme. De hecho, me gustaría, siempre que sea rápido. Elizabeth Strout, “Olive Kitteridge”. ***** “Cuando se acababa la novela y las nubes nos golpeaban el tope de la frente, a Isora le invadía una tristeza extraña, como lejana, así como un martilleo era su tristeza, como un picapinos perforando la madera piquipiquipiquipiqui y repetía me quiero quitar la vida, me quiero morir. Y lo decía así, con esas palabras, como si tuviera cincuenta años y no diez”. Andrea Abreu, “Panza de burro”. ***** El fotograma pertenece a “Fresas salvajes”, de Ingmar Bergman.
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