Hora de la merienda

Hoy, como ayer, tampoco he merendado. Un plátano. Pero es que comerse un plátano después de las siete no es merendar. Se merienda entre seis y seis y media; siete, a lo sumo, café y media tostada de lo que sea, o una torta de Inés Rosales. He pasado media vida merendando fuera, es un ritual que le ha venido dando sentido a mi existencia durante todo este tiempo. Con mi padre he ido a merendar la mayoría de las veces. He llegado a estar con un amigo y al llegar la hora de merendar salir pitando a donde estuviera mi padre, recogerlo e ir a la cafetería. Los momentos de mayor regocijo y serenidad los recuerdo en una cafetería, solo o con mi padre, con mis hijos o con mi esposa. Las cafeterías son para mí poco menos que un lugar de culto. Hoy he ido a la jazzística a primera hora de la tarde, poco después de comer; he tomado solo café, y después, al parque, donde he avistado a una bebé de más o menos los mismos meses que el mío, y allí que me he plantado. M. A. se ha vuelto loco con la bebé y no paraba de perseguirla, y la hermanita mayor de la bebé, loquita con M. A. Mientras tanto escuchaba una clase sobre psiquiatría, uno de los profesores es un hombre joven que aparece sonriendo; con esa sonrisa de autosuficiencia insoportablemente repulsiva que esbozan algunos jóvenes que se saben en una posición de privilegio. Menos mal que duraba poco. Me he imaginado estando loco, a mi edad, y teniendo que someterme al dictamen clínico de un joven con ánimo de innovar en  el campo de la psiquiatría. El caso es que iba de la mano de un psiquiatra e intelectual al que respeto mucho, lo cual me ha generado serias dudas: ¿será tan capullo como aparenta, o estaré juzgándolo precipitadamente? Me ha caído gordo por su pose engreída, con la que pretendía aparentar una falsa seguridad en sí mismo. Los demás nos caen verdaderamente bien en función de sus derrotas: si Ulises y Aquiles se han granjeado el favor de la Historia es porque el primero se vio sometido a la interminable retahíla de desgracias que tuvo que soportar hasta volver a su hogar, y porque una vez de vuelta, la lucha enconada tampoco había terminado, aún le quedaba salvar una prueba de fuego; en cuanto a Aquiles, pierde a Patroclo; Héctor, por su parte, pierde la vida. Nadie tolera en otro un éxito demasiado continuado. En relación a la lectura que traigo entre manos, me preguntaba cómo un libro de antropología podía haber trascendido los límites de la academia e interesar al público en general, a lo que el mismo autor me responde con una interminable lista de desgracias cotidianas entre las que se encuentran la pérdida de varias piezas dentales y, en consecuencia, la de la autoestima; estados febriles, el punzante y venenoso aguijón de la soledad, la falta de medios económicos; todo ello, aderezado con una narrativa campechana, es lo que cautiva y congracia al lector con el escritor.

Jesús de la Palma 

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